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LO MEJOR DE MIRADOR

Esta excelente colleción de los escritos de la columna Mirador de Armando Fuentes Aguirre “Catón” fue contribución de Eduardo Perez Vallet.

A PUNTO DE SALIR EL SOL

Hu-Song invitó a sus discípulos a pasar la noche en la montaña, quería que aprendieran a amar las cosas de la naturaleza, y sabía que a veces es necesario observar las cosas para poderlas luego ver mejor.  Juntos contemplaron el cielo constelado.  Esa, les dijo, era la primera lección para no caer en tentaciones de ateísmo. Luego se deleitaron en el brillo de la luna. Ahí, dijo Hu-Song, estaba, si no toda la poesía, sí la mayor parte de ella. Por último se pusieron a oír los ruidos de la noche. — Esto es cosa fácil — indicó a sus alumnos el filósofo. Cuando tengan mi edad sabrán escuchar el silencio.
Horas después dijo uno de los discípulos:
Maestro, la luna se ha ocultado y las estrellas desaparecieron ya. La noche es obscura, tenebrosa; por ninguna parte se ve ni el más pequeño asomo de luz. El temor invade el ánimo, y el corazón naufraga en las tinieblas. ¿Qué sucede, maestro?
Y respondió Hu-Song:
Ahora, en estas sombras, es cuando la esperanza de la vida brilla más. ¿Sabes? Cuando la noche parece más oscura es cuando está a punto de salir el sol.

CADA MAÑANA

“Cada mañana, en Africa, una gacela se despierta. Sabe que debe correr más rápido que el león más veloz, de lo contrario la matarán. Cada mañana un león se despierta. Sabe que debe superar a la gacela más lenta o, de lo contrario, morirá de hambre. No importa si Usted es un león o una gacela: cuando salga el sol, más vale estar corriendo.”

CALLEJÓN

El callejón sin salida fue a consultar a un siquiatra.
– Sufro mucho – le dijo – . Todos los callejones tienen salida, menos yo.
– Vaya – respondió el siquiatra -. ¿De modo que es usted el famoso callejón sin salida del que todos hablan?
– Sí – contestó él bajando la cabeza -. Yo soy el callejón sin salida.
– Muy bien – dijo el siquiatra -. Supongo que tarde o temprano tenía que encontrármelo. Vamos a ver. Callejón sin salida….. ¿Tienes entrada?
– Sí. Entrada sí tengo.
– Entonces no hay problema. Por donde se entra se puede salir. Si tiene usted por dónde entrar no es un callejón sin salida. Su caso está resuelto. Salga por donde entró. Salió por la entrada el callejón sin salida. Cuando llegó a su casa se puso un letrero que por un lado decía “Entrada” y por el otro decía “Salida”. A todos los que pasaban les decía muy contento: – ¡Ya no soy un callejón sin salida!
El cuento tiene una moraleja:
No hay callejón sin salida del cual no se pueda salir.

CATEDRAL

John Dee soñaba con hacer algún día una catedral.
Su sueño nació cuando John Dee era joven. Los años fueron pasando uno tras otro, pero John Dee no renunció a su sueño. Se despertaba pensando en su catedral y se dormía imaginando el libro abierto de su pórtico, sus recios contrafuertes, su airosa torre alzada al cielo como el brazo de un hombre ansioso de tocar a Dios.
Un día llegaron los bárbaros a la comarca. Tomaron la ciudad, la incendiaron y pasaron a todos sus habitantes a cuchillo. Sólo a John Dee no le pudieron arrancar la vida: cuando fueron a buscarlo se elevó por el aire y quedó suspendido en él muy lejos del alcance de sus enemigos.
Estaba de pie John Dee sobre la torre de su catedral, pero los bárbaros no lo podían ver.
La historia de John Dee encierra una lección: si conservamos nuestros sueños hasta lo último ellos podrán salvarnos de la destrucción final.

CONTENTO

Una de las más bellas palabras que conozco es la palabra “contento”.
No busco en el diccionario esa palabra. Los diccionarios dicen muy poco, casi nada, de los prodigios que cada palabra esconde, preciosa maravilla. Pero sé que quien está contento es porque está contenido. Contento está quien en sí mismo se contiene; contento está el que no ambiciona más cosas. Por eso está contento el que contento está. Porque está contenido. Y está contenido no porque algo lo detiene, sino porque lo tiene todo ya.
Yo estoy contento, señoras y señores. Gozo mi compañía; pocas veces me siento menos solo que cuando estoy solo. Mano con mano voy conmigo. Y con aquellos a quienes amo voy corazón con corazón. Nadie de abajo me puede quitar lo que de arriba vino. Contenido en mí mismo, y en lo mío; no puedo pedir más. Estoy contento. Y quiero contentar: de dar es tiempo ya cuando ya no se puede pedir más.

DECÍRLE SÍ A LA VIDA

Jean Cusset, ateo siempre con excepción de la primera vez que estuvo frente a la Catedral de Chartres, dio un nuevo sorbo a su martini y continuo:
– Yo suelo arrepentirme mas de lo que he dejado de hacer que de lo que he hecho. A cada pregunta que la vida me hace yo le contesto “sí”. Cada camino que me enseña lo recorro. Remonto cada río y trato de ver que hay del otro lado de las montañas todas. A veces, claro, me encuentro con el dolor o la amargura. Pero también la amargura y el dolor me sirven para sentir que estoy viviendo.
– Debe ser cosa triste – siguió diciendo Jean Cusset – llegar a la vejez sin nada de que acordarse, aparte de un largo vacío desolado. Por eso yo nunca digo “no” a la vida. Me doy todo a ella, y todo le pido que me dé. Vivo intensamente: estoy haciendo recuerdos para cuando no pueda hacer yo nada mas que recordar.
Así dijo Jean Cussset. Y dio el último sorbo a su martini, con dos aceitunas como siempre.

DERECHO DE DUDAR

Sé de un actor que antes de entrar en escena sentía temblores en las piernas; le sudaban las manos y se le aceleraban los latidos del corazón.
Sé de un pintor que nunca estaba seguro de la calidad de su trabajo. Cuando terminaba un cuadro preguntaba con ansiedad al que tuviera cerca si la pintura era buena, qué le parecía, qué fallas le encontraba.
Sé de una mujer que dudaba de su belleza; se sentía desmañada, poco interesante, incapaz de atraer a los demás.
El actor se llamaba Lawrence Olivier. El nombre del pintor era Picasso. La mujer insegura era Kim Novak.
Si personas como ésas dudaban de sí mismas, ¿por qué habrán de preocuparnos los sentimientos de inseguridad que a veces nos afligen? Malo sería dejarnos dominar por ellos y abatirlos en vez de usar esa ansiedad – como el arco usa la tensión – para lanzarnos a la acción con mayor ímpetu.
Todos tenemos derecho a dudar de nosotros mismos alguna vez. Nadie tiene derecho a convertirse en una eterna duda.

DON JUAN

¡Al infierno! – sentenció el Supremo Juez.
Don Juan, altivo y orgulloso, entró en la casa de la condenación eterna.
Pero entonces habló doña Inés: – Si don Juan está en el infierno el cielo será un infierno para mí. Y no merezco estar en el infierno. Pero si estoy con don Juan el infierno será para mí el cielo. Tengo derecho a estar en el cielo. Mándame al infierno.
Dijo el Supremo Juez lleno de confusión:
– No entendí nada.
– Las mujeres no son para entenderlas – le informó don Juan -. Son para amarlas.
Vaciló el Supremo Juez y luego hizo que don Juan y doña Inés entraran al cielo. Había aprendido que quien ama no necesita nada.

EL CAMINO

Se quejó aquel alumno de Hu-Song: el camino que debía recorrer era muy largo.
– ¿Cuántos pasos has dado para recorrerlo? – le preguntó el filósofo.
– Ninguno – le contestó el discípulo.
– Entonces tu camino es el más largo de este mundo. Nunca vas a llegar a su final. Pero ven: dá el primer paso.
Así lo hizo el discípulo.
– Tu camino – le dijo el maestro – ya no es tan largo ahora. Con ese paso lo acortaste. Y cada paso tuyo lo hará más corto aún. La verdad es que los caminos son tan cortos o tan largos como nosotros queramos que sean.
Así dijo Hu-Song. Y el discípulo entendió que no es el camino lo que cuenta. Lo que cuenta es el caminante.

EL ORGULLO DE SER

Cada persona es valiosa por el hecho de que cada uno de nosotros es irrepetible, cada uno de nosotros es una creación especial del ser supremo. Para Dios, todos somos uno y la perfección humana se hace imperfecta en uno mismo. En estos tiempos, donde el deterioro de valores es lo más común, es necesario que uno aquilate sus cualidades como persona.
Debemos de tener confianza en nuestros actos, en cada una de las metas que nos fijemos y no hay que considerarnos menos que nuestros semejantes, créame que esa autoconfianza nos va a ayudar a ser y servir mejor.  Quiérase, apapáchese porque en usted radica la grandeza de la vida, por favor, “quiérase”.

ESTRELLAS EN EL FIRMAMENTO

Me gustaría haber conocido a Kalinski, zapatero.
Cuando a fines del siglo dieciocho los prusianos y Rusia acordaron repartirse Polonia, Kalinski se unió a los patriotas que encabezaron la defensa de Varsovia.
Cayó prisionero y fue llevado ante un general ruso. En su presencia se mantuvo sereno el zapatero.
– ¡No sabes con quién hablas, imbécil! – se enfureció el militar – ¡Mira y tiembla!
Y abriendo su capa le mostró a Kalinski las cinco estrellas de su generalato.
– ¿Estrellas? – dijo el polaco – General: muchas más veo en el firmamento, y no tiemblo.
Me habría gustado conocer a Kalinski. Sabía él que mirando las grandezas del cielo se aprende a no temer las pequeñeces de la tierra.

FATALIDAD DEL DESTINO

Hu-Song tenía un discípulo que creía en la fatalidad, en el destino. Aseguraba que la suerte de cada quien está ya echada desde el principio de todos los tiempos, de modo que haga el hombre lo que haga no logrará nunca alterar el curso de su suerte.
Hu-Song creía más bien en la libertad del hombre, en su capacidad para labrar su propia vida. Hasta escribió un poema en cinco palabras dedicado a aquel su alumno que creía en un hado inexorable. Decía así el poema: “Sí, no. Si no, sino”. Quería decir Hu-Song que el hombre debe con decisión decir a la vida sí o no, porque si no quedará en manos de un sino que quién sabe a dónde lo conduzca.
Un día aquel discípulo anunció a Hu-Song que emprendería un viaje. – Lleva contigo una espada – le aconsejó el maestro -, para que te defiendas en caso de que te encuentres un ladrón. – No la llevaré, maestro – le respondió -. Si en mi destino está escrito que debo morir a manos de un ladrón, lleve o no lleve espada de cualquier modo moriré. Y le dijo Hu-Song: – Lleva de cualquier modo esa espada. A lo mejor en el destino del ladrón está escrito  que el que debe morir es él.

GOTA GORDA

Según la frase consagrada, todo mundo suda la gota gorda.  Pues bien, ésta es la historia de una gota flaca que sufría mucho porque nadie la quería sudar. Veía con desconsuelo cómo todas las gotas gordas eran sudadas, y no se explicaba la razón de su desdicha.
Quería ella también que la sudaran, para salir de su prisión y ver el mundo. En su niñez había escuchado historias sobre la luz del sol, sobre el azul del cielo, sobre todas las cosas bellas de la tierra, y se desesperaba en las lobregueces de su cárcel, y pensaba que su desventura sería eterna.
Un día, la gota flaca no pudo más y comenzó a llorar  ¡Cómo lloraba la gota flaca viendo que todas sus compañeras gordas eran sudadas! ¡Cómo lloraba viéndolas, redondas y pesadas, salir sonrientes a la libertad! Y sucedió que, de tanto llorar y llorar, la gota flaca fue engordando con sus propias lágrimas y creciendo con la substancia de su llanto. Hasta que, a fuerza de llorar, quedó convertida en una luciente gota gorda. Entonces sí, la gota flaca fue sudada. Y mientras subía por el éter, gozando de los tibios rayos del sol y de la fragancia de la brisa, bendecía su viejo sufrimiento porque a él debía la felicidad.

INSTANTE

Me gustaría haber conocido a San Carlos Borromeo, Cardenal.
Cierto día jugaba una partida de ajedrez con un joven sacerdote. En la misma sala algunos dignatarios discutían esta ardua cuestión: ¿qué harían si recibieran la noticia de que en el plazo de una hora se acabaría el mundo?
Uno de ellos se dirigió al cardenal Borromeo, que entre jugada y jugada escuchaba distraído aquel debate.
– Vos, Vuestra Eminencia, ¿qué haríais en ese caso?
Sin vacilar le respondió San Carlos:
– Terminaría de jugar esta partida de ajedrez.
Me habría gustado conocer a San Carlos Borromeo, Cardenal. Sabía él que lo que más importa es el instante.

LA VIDA

A veces tengo la impresión de que la vida es un concurso de enhebrar agujas al que yo entré llevando guantes de box en ambas manos.
Me siento inútil para entender algunas situaciones, incapaz de resolver ciertos problemas. Se me hace nudo el hilo de las cosas; los aposentos de la existencia diaria se me vuelven un laberinto inextricable.
No me arredro, sin embargo. Después de todo, ¿quién entiende la vida cabalmente? Si no la entendieron Sócrates y Aristóteles; si no la entendió San Agustín; si no la entendieron Bacon ni Pascal, Kant ni Descartés, Kierkegaard ni Husserl, Heidegger ni Sartre, menos aún la voy a entender yo.
He llegado a una felicísima conclusión: la vida no es para entenderla, sino para vivirla. Y yo la vivo. Espero que me entiendan.

LINEAS PARALELAS

Estas eran dos líneas paralelas.
Tan paralelas eran esas líneas que se enamoraron una de la otra.
Por desgracia, según saben muy bien los matemáticos, las líneas paralelas no se juntan. Si se juntaran ya no serían paralelas. Por eso, según la teoría, aunque las líneas paralelas se alarguen hasta el infinito, y una vez ahí se sigan alargando, de cualquier modo jamás se juntarán.
¡Qué destino tan triste el de las líneas paralelas! Sin embargo las líneas paralelas de mi cuento no creían en el destino. Ellas creían en el amor. Y el amor es más fuerte que el destino. Ni siquiera tuvieron que llegar al infinito para juntarse estas dos líneas. Aquí cerquita se juntaron; aquí a la vuelta de la esquina, y se volvieron una sola línea. Eso creen los matemáticos cuando las ven que son una sola línea. Pero en verdad son dos líneas paralelas. Eso no lo saben los matemáticos. Pero a fin de cuentas ¿qué saben los matemáticos?

MILAGRO DEL AMOR

Aquel joven incrédulo pidió a San Virila que le hiciera un milagro para poder creer. San Virila movió el dedo meñique de su mano izquierda. El gran río detuvo el curso de sus aguas, que comenzaron a fluir luego cauce arriba. San Virila hizo otro movimiento: todos los árboles florecieron de pronto y sus ramas se doblaron después fatigadas de frutos. Por último Virila abrió los brazos, y un arco iris espléndido lució sobre la redondez del mundo:
– Ahora creo – dijo el joven, maravillado -. Pero te voy a pedir otro milagro: amo a una muchacha. Quiero que me hagas el milagro de que ella también me ame.
– No es necesario – le respondió con una sonrisa San Virila -. Con sólo que la ames tú ya se hizo el milagro.

MILAGRO

Los incrédulos le pidieron a San Virila que hiciera un milagro.
Sin decir palabra San Virila alzó los brazos en dirección del sol que se ponía. Luego apuntó a las estrellas que empezaban a brillar. Enseguida puso su mano sobre la cabeza de un niño. Luego bebió el agua del arroyo. Después empezó a hablar.
– ¿Ven ustedes? – dijo a los escépticos -. Los milagros no se hacen. Ya todos están hechos. Lo que sucede es que no los vemos nunca. Aprendamos a ver los milagros que nos rodean y haremos de nuestras vidas un continuo milagro.

PARAGUAS

Aquel hombre tenía miedo de sufrir, de modo que se puso a rezar para pedirle a Dios un paraguas que lo protegiera de los sufrimientos.
Cuando el Señor quiere castigar a alguien le da todo lo que pide. Así, le dio al hombre el paraguas que quería.
Y fue feliz con su paraguas aquel hombre. ¡Cómo se alegraba al ver que no le llegaban ya los sufrimientos! Su paraguas lo protegía de ellos. El problema es que tampoco dejaba el paraguas llegar las alegrías, los gozos de la vida (Es la vida como una lluvia que llega por igual a todos los humanos, con días de felicidad y de dolor).
El hombre no lloraba ya, es cierto, pero tampoco reía ya. Su vida fue como una muerte. Por fin entendió la lección que Dios le daba, y cerró su paraguas. Y entonces sufrió. Y gozó entonces.
Es decir, vivió

PROPÓSITO

Un solo propósito de Año nuevo me fije este año.
Yo mismo soy ese propósito.
Los propósitos son para cumplirse, y yo no estoy cumplido. Soy, en el mejor de los casos, una buena intención. Nada más. Debo cumplirme, entonces. Porque sucede que juzgo a los demás por sus acciones, y me juzgo a mí mismo por mis intenciones. En los demás exijo la obra, pero en tratándose se mí creo que los proyectos bastan para justificarme.
Yo mismo, pues, soy mi propósito de ano nuevo.
Espero cumplirme.
O, por lo menos, dar algunos pasos para cumplir – algún día – mi propósito.

ROMA

Dijo el joven:
– No sé cómo llegar a donde voy.
Le respondió un anciano con gran experiencia de la vida:
– Preguntando se llega a Roma.
El joven decidió seguir el consejo. Empezó a preguntar. Y en efecto, preguntando llegó a Roma.
Hubo un problema, sin embargo. Sucede que Roma no era el punto a donde quería llegar aquel muchacho. Entonces tuvo que volver a preguntar. Y preguntando llegó exactamente al mismo punto de donde había partido.
Este cuento, como todos los que no sirven para nada, tiene una moraleja: si realmente sabes a dónde ir a nadie tendrás que preguntar.

SAN PEDRO

San Pedro quería decir a Jesús cuánto lo amaba.
Mucho había sufrido Jesús, y Pedro pensaba que sus palabras aliviarían su tristeza. La cena de esa noche sería una buena ocasión para expresarle su amistad.
Y llegó la hora de la cena. Cuando el Señor y los discípulos estuvieron reunidos, Pedro habló de las cosas de todos los días. Algo quiso decir después de que el Maestro distribuyó el pan y el vino entre ellos, y también cuando ya se despedían, y el Maestro clavó en él la mirada, como si esperara que alguna palabra saliera de sus labios. Sin embargo, Pedro tuvo miedo de parecer sentimental, y nada dijo.
-Bueno- pensaba mientras volvía a su casa -. Ya habrá muchas otras cenas como ésta, y entonces le diré al Maestro cuánto amor siento por El.

SI Y NO

Hu-Song, que conocía muy bien a sus discípulos, les dijo un día señalando a uno:
– Este jamás llegará a ninguna parte.
– ¿Por qué? – le preguntaron los demás alumnos -.
Les respondió el filósofo:
– Porque nada más dice siempre: no, no, no.
Señaló a otro discípulo Hu-Song y dijo:
– Ese tampoco llegará nunca a ningún lado.
– ¿Por qué? – quisieron saber los estudiantes -.
Les contestó Hu-Song:
– Porque nada más dice siempre: sí, sí, sí.
Los discípulos entendieron la lección: a veces se debe decir “sí”; a veces se debe decir “no”. En saber cuándo decir sí o no reside una buena parte de la ciencia – y el arte – de la vida.

SUPERIOR

En aquellos tiempos dijo Hu-Song a sus discípulos:
– Por rico que seas siempre habrá alguien más rico que tú. Por pobre que seas siempre habrá alguien más pobre que tú. Ni en la riqueza ni en la pobreza consiste entonces la calidad del ser. Tu superioridad no debe derivar de una comparación con los demás.
Habló un discípulo:
– Maestro: la palabra “superior” es adjetivo comparativo. ¿Cómo puedo saber si soy superior a otro si no me comparo con él? –
Compárate contigo mismo – le respondió Hu-Song -. El deseo de ser superior a los demás es vanidad. La verdadera grandeza reside en ser superior tú, hoy, al hombre que tú mismo fuiste ayer.
Los discípulos entendieron la lección. Desde ese día buscaron en sí mismos esa superioridad que no es soberbia sino sincera búsqueda del bien.

TECLAS

Jean Cusset, ateo con excepción de la vez que se enamoró, dio un nuevo sorbo a su martini – con dos aceitunas como siempre – y continuó:
– Los pianos tienen teclas blancas y negras. Se toca en todas, en las negras y en las blancas. Ambas forman parte del instrumento; las dos producen sonidos. Ni de unas ni de las otras se debe prescindir.
– Los hombres tenemos también teclas blancas y negras – siguió diciendo Jean Cusset -. Quiero decir que hay en nosotros cualidades y defectos. Con lo bueno y lo malo tenemos que vivir, y hemos de aceptar también lo malo que hay en los demás. Sería tonto querer oír únicamente el sonido de sus teclas blancas. Con ellas solas la música no está completa.
– Aceptémonos tales como somos – concluyó Jean Cusset -, y aceptemos a los demás como ellos son. Con nuestras teclas blancas y nuestras teclas negras podemos tocar hermosas melodías.
Así dijo Jean Cusset. Y dio el último sorbo a su martini. Con dos aceitunas, como siempre.

TRUENA EL CIELO

Truena el cielo, y se llena con el fulgor de los relámpagos. Mi perro, que estaba en el jardín, me busca temeroso y se queda junto a mí. Cuando se escucha el rayo alza la pequeña cabeza y me mira con inquietud como preguntándome qué pasa.
Nada sucede, Terry, nada. Puedes estar tranquilo. Mírame: yo también oigo los ruidos de la tormenta y no me inquieto. También yo tengo un dueño, como tú, que ve por mí. Cuando llega la tempestad lo busco, y le pregunto qué sucede. Y él me responde que no sucede nada, que puedo estar tranquilo. Yo me sosiego, y abro mi corazón a la esperanza.
Está tranquilo, Terry. Tú tienes un dueño que te ama, y yo también. Los dos tenemos quien nos cuide. Dejemos que caiga la tempestad, entonces. Sueña tus sueños. Yo soñaré los míos. Y, confiados los dos, estaremos en silencio mientras afuera suena la tormenta.

VELA

En la aldea los hombres pidieron a San Virila que hiciera un milagro. No reparaban los pobretes en que cada uno de ellos era un milagro.
San Virila hizo que le trajeran una vela. Dijo en voz baja ante ella una oración y la vela se encendió. Los hombres quedaron admirados, y algunos de ellos declararon que ahora sí creerían en Dios. No reparaban los pobretes en que Dios enciende el sol todos los días.
Ya se alejaba San Virila cuando una súbita ráfaga de viento apagó la vela. Llamaron los hombres a San Virila y le mostraron la vela, que se había apagado. Y dijo el santo:
– Encender una vela no es ningún milagro. El verdadero milagro es mantenerla encendida.

VIDA SIN TÍ

Hay en el cementerio de Abrego una tumba. A la caída de la tarde esta voz se escucha en ella: “… La muerte me dio el don de comprender la vida. Ahora sé cuál es la mayor sabiduría. Gocé la flor y la canción, el amor y la risa, el fiero vino y el bondadoso pan. Con estos sencillos elementos está hecha la vida de los hombres, y yo la disfruté, y gocé esos amables materiales. Entenderá la vida quien entienda que aun sin él seguirá habiendo flores y canciones, amor, risas, bebedores de vino y comedores de pan. La más grande ciencia radica en entender – y en aceptar con serenidad – que la vida seguirá sin ti. Si aprendes eso a tiempo sabrás gozar más de la vida, y te irás de ella sin pesadumbre ni rencor…”.
Hay en el cementerio de Abrego una tumba. Lo que dice esa tumba es la verdad.

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